Los solsticios, celebrados por muchas culturas, son conocidos por diferentes nombres en cada una de ellas. En la nuestra parece que solsticio deriva del latin “solstitium”, resultado a su vez de la fusión entre “sol” y “statum”, “stare”, permanecer inmóvil. Nuestra tradición de celebración de los solsticios lo debe todo a la herencia de Roma, convenientemente cristianizada. Y la interpretación simbólica dominante en los ambientes masónicos suele ser la que nos propone Guénon.
Y aunque mi confianza en la solvencia filológica e histórica de las interpretaciones de Guénon es en cierta medida limitada, ponderando los riesgos de incurrir en “argumentum ad verecundiam” y “argumentum ad logicam”, y en honor a esa tradición masónica, resumiré brevemente lo que nos dice sobre los solsticios. En su interpretación, estos tienen un sentido geográfico, correspondiendo el solsticio de invierno al norte y el de verano al sur. Y ambos dos están vinculados al dios Jano, que no solo tenía dos caras, sino que portaba dos llaves, Ianua Caelli, correspondiente al solsticio de invierno y Ianua Inferni, correspondiente al solsticio de verano y en tanto que “señor de los tiempos” es el Ianitor, portero, que abre y cierra el ciclo del sol; y como tal portero era también el responsable de abrir la puerta a la iniciación en los misterios. Al parecer, nos dice, citando a Ciceron, “Ianus” tiene la misma raíz del verbo “ire”, ir, y “initatio” deriva de “in-ire”, entrar. Jano era también el dios de las corporaciones de artesanos “Collegia fabrorum”, las cuales celebraban en su honor las dos fiestas solsticiales de invierno y de verano.
Es muy posible que esta costumbre se mantuvo en las corporaciones de constructores y a través de ellas ha llegado la moderna masonería. Las dos puertas que abren las llaves de Jano, serian respectivamente “la puerta de los hombres”, correspondiente al solsticio de verano, y signo zodiacal de Cancer, y la “puerta de los dioses” correspondientes al solsticio de invierno y signo zodiacal de Capricornio. Para soportar esta interpretación Guénon llama en su ayuda a una tradición completamente diferente, la hindú y nos dice que el ciclo anual se divide en dos mitades: la ascendente, que sigue el curso del sol hacia el norte (uttaràyana), que va del solsticio de invierno al del verano y es deva-yâna [‘vía de los dioses’] y la descendente que sigue el curso del sol hacia el sur (dakshinàyana), que va del solsticio de verano al de invierno y es pitr-yâna [‘vía de los padres (o antepasados)]. Al parecer el solsticio de invierno es el del nacimiento de los dioses, Avatâra en la tradición hindu, efemérides cristianizadas situando el nacimiento de Cristo en solsticio de invierno. Supuestamente el mantra que se repite en nuestros ritos masónicos cuando decimos que el trabajo masónico se extiende de mediodía a medianoche, se correspondería al viaje iniciático desde la puerta de los hombres a la puerta de los dioses.
Es, por otra parte, paradójica esta interpretación, toda vez que, en sentido literal, cuando se camina al solsticio de invierno crece la obscuridad y cuando se camina al solsticio de verano crece la luz. Un recurso habitual para dar cuenta de estas aparentes contradicciones es invocar la Tabla Esmeralda. Pero tal vez no sea necesario. Es posible interpretarlo a la vista de la mitología griega, en un sentido más literal, la vía de los dioses es la vía del fuego, que como es sabido era propiedad de estos y Prometeo entregó a los hombres. Es la vía que permite a los hombres, como a los dioses, imponerse a la obscuridad, ver el sol a medianoche.
Por lo demás, si bien en nuestra tradición, Jano da nombre a enero y por tanto se asocia con el inicio del año, en el antiguo egipcio, el solsticio de verano parece que coincidía con el inicio del nuevo año. En China, con ese modo balanceado característico con él que se relacionan con el mundo, el solsticio de verano celebra sobre todo el Yin, el mundo terrenal, el principio femenino, y el solsticio de invierno el Yang, el mundo celestial, el principio masculino. Y ambos dos son, desde siempre, lo que nos hace.
En las lenguas eslavas el solsticio de verano es conocida como la fiesta de Kupala y su vínculo con ciertos ritos indoeuropeos de la fertilidad es altamente probable y en su celebración las hogueras ocupan un lugar central. Tradición, la de las hogueras, que se mantiene cristianizada en nuestras fiestas de San Juan (San Juan Evangelista, el juan que ríe, el juan del solsticio de verano; San Juan Bautista, el juan que llora, el juan del solsticio de invierno). Las dos caras de Jano, cristianizadas.
Muchas tribus amerindias celebran el solsticio de verano con la danza del sol. Y así podríamos seguir. Todas las culturas que en el mundo han sido, han celebrado los solsticios. Cada a su manera.
Si la interpretación de la vía de los dioses, como la vía del fuego, que hemos propuesto más arriba fuera correcta, podríamos concluir que lo que parece común a ambos solsticios, el de invierno y el de verano, es una celebración de la luz. Y los humanos saben desde siempre que la luz, la diurna y la nocturna, viene del fuego. Y que es el fuego el que hace posible la vida. Son, por tanto, ambos solsticios una celebración de estar vivos, de estar rodeados por animales vivos, por plantas vivas. De la fertilidad, en potencia y en acto.
Quizás el solsticio de invierno es una celebración de la esperanza, el del verano, de la eclosión de la abundancia.
Es posible, por ello, que uno de los mayores atractivos del estudio de los símbolos sea desentrañar sus posibles sentidos para entender lo que nos hace humanos. Porque saber, en el mundo que vivimos, que nos hace humanos, es cada vez menos evidente. Hemos llegado a un momento histórico en el que ser humanos no puede darse por supuesto; un momento histórico en el que ambas, la esperanza y la abundancia, están en cuestión.
Ciertamente resulta bien difícil, quizás incluso imposible, encontrar lo que hay, si hay algo, irreductiblemente humano, pues hemos visto como la ciencia ha ido destruyendo, como simples errores, las diferentes propuestas de lo que una vez se dijo eran atributos irreductiblemente humanos. Y pareciera que hubiéramos llegado a la conclusión que lo irreductiblemente humano es justamente lo artificial, los artilugios que nuestras civilizaciones han creado. Y así, después de decenas de años recluidos en ciudades, hemos acabado por creer que la naturaleza salvaje ha dejado de existir, que solo existe vida controlada y ordenada por los humanos.
Incluso hubo un tiempo, no muy lejano, en el que se predicaba, con el más absoluto optimismo técnico, que la naturaleza, toda ella, nos pertenecía. Y propiedad implica dominación y exclusión.
Pero el dominio y la exclusión son también propio de las plagas, junto con la destrucción. Y de pronto parece que hemos descubierto que efectivamente nos hemos venido comportando como una plaga. Una plaga capaz de acabar con la vida en la tierra, que no con la tierra, que pase lo que pase, seguirá incluso sin nosotros.
Y es que ciertamente parece que hemos desbordado o estamos en camino de hacerlo, los limites sistémicos de la tierra para asegurar la estabilidad del clima, la biosfera, los ciclos del agua y los nutrientes y los aerosoles a escalas globales y subglobales. Pareciera que estamos inexorablemente caminando hacia una nueva versión del plioceno. Al menos algunos indicadores, particularmente la subida de temperaturas, son muy similares a los que, al parecer informaron, esa época.
Desafortunadamente las élites financieras globales parecen estar inmersas en una corrupción sistémica tan aguda que lo contamina todo y cultiva por doquier la agnocracia. En esa expansión algunos científicos o seudocientíficos han tenido un papel esencial, entre ellos, por citar solo uno, William Nordhaus, galardonado en 2018 con el premio del banco central de Suecia (llamarlo nobel es incorrecto), autor del modelo DICE (Dynamic Integrated Model of Climate and the Economy), todavía hoy en uso por bancos centrales (FED, ECB) e instituciones internacionales (MB, IMF), pese a que su falsedad, en el todo y en las partes, ha sido mostrada por muchos otros, incluido brillantes economistas como el ya fallecido Martin Weitzman, por modelizar incorrectamente e infravalorar groseramente el impacto económico del calentamiento global y, lo que es peor, inducir las respuestas inadecuadas para asegurar el futuro en aras de la defensa de intereses presentes.
Por lo demás, incluso con la mejor de las voluntades no es una tarea fácil determinar qué sucederá aquí y que sucederá allá, porque, aunque sepamos que en promedio será peor y altamente probable que mucho peor, nadie vive en la “global-average land”.
Hoy sabemos, lo que en las fiestas paganas que celebraban los solsticios se intuía. Sabemos que no solo los humanos nos comunicamos; sabemos que los animales se comunican entre ellos y, algunos, también con nosotros, aunque apenas podamos entenderles; sabemos que los árboles, que las plantas, se comunican entre ellos e incluso se comunican con nosotros, aunque tampoco podamos entenderles. Y sabemos que sufren e intentan adaptarse a los cambios del entorno, incluso los que nosotros inducimos. Y en ese intento de adaptación nos devuelven, involuntariamente, parte del daño que les hemos causado.
Algunas de esas respuestas ya nos son familiares, como cuando aumentan el volumen de polen en los entornos contaminados de las ciudades, que tantos problemas nos causan a los que sufrimos alergias y asmas. Y pese a todo ello, sabemos, aunque algunos no parecen haber aprendido la lección, que la solución no es talarlos, pues pese a todo, uno de los indicadores de calidad de cualquier barrio en cualquier ciudad del mundo es cuantos humanos la habitan por cada árbol. Desafortunadamente en no pocos lugares, especialmente donde se hacinan los más pobres, ese ratio es demasiado alto.
Esta comunión con la naturaleza que una vez fue despreciada como panteísmo y que entró de modo ambiguo en la tradición cristiana, de la que dan fe las pinturas de Giotto donde muestra a Francisco de Asís predicando a las aves o la de Benlliure donde recrea a Antonio de Padua predicando a los peces, ha vuelto al centro de nuestra vida. Paradójicamente, toda vez que llevamos decenios de migraciones hacia las grandes urbes, en las cuales ya vive más de la mitad de los humanos, y tal vez, hacia finales del siglo xxi, viva el 80%.
Hoy sabemos que ni siquiera nuestro cuerpo es del todo nuestro. Y que sus problemas es, con frecuencia, más sabio abordarlos en relación con otros seres vivos, los que vemos y los que no vemos. Igual que aprendimos, por ejemplo, que las ulceras de estómago estaban causadas por una bacteria, estamos en camino de aprender que tal vez la endometriosis, que tan miserable hace la vida de muchas mujeres, quizás este causada por otra bacteria. Y lo que no es menos importante, estamos aprendiendo que incluso nuestra mente, nuestra salud y bienestar mental, es al menos en parte, dependiente del bioma que nos habita, aparte, claro está, del entorno social que nos maltrata.
El futuro parece sombrío, pero no todo está perdido. La celebración que aquí y ahora, en este templo, estamos haciendo del solsticio de verano, bien que no lo acompañemos de danzas, bien que parezca lejano de esos ritos paganos de la fertilidad -de la que, por lo demás, el color del cabello de la mayoría de los presentes es prueba de que fue otro el tiempo- no supone que el sentido simbólico más profundo del solsticio, nos sea ajeno.
Celebramos la esperanza y la abundancia.
Recordad hermanos, que los masones pedimos la luz. La pedimos no para buscar, cual borrachos, las llaves donde está la luz, sino para penetrar la obscuridad del mundo y sin renunciar a la belleza que las sombras realzan, iluminar el mundo con la belleza de la verdad o lo que podría ser lo mismo, la verdad de la belleza, que solo es accesible al ojo que todo lo ve. En el presente eterno.
Y recordad que es nuestra obligación y nuestro compromiso, contribuir a que lo que tenga que ser hecho para reconciliarnos con la vida, sea hecho. Incluso la lucha contra mercaderes de la duda y sus brazos políticos, incluso para inducir nueva constitución para nuestras ciudades, que las reconcilie con la vida.
Nada más lejos de la vida masónica que el ensimismamiento en prácticas mágicas que no solo no cambian el mundo, sino que envilecen nuestra alma con fantasías carentes de belleza.
Es necesario, es imprescindible, que contribuyamos, cada cual, según sus capacidades, en la vida masónica y en la vida profana, a recordarle al mundo, que necesitamos seguir celebrando la vida en cada solsticio, en invierno y en verano, la esperanza y la abundancia.
Y que todo lo que se oponga a esas celebraciones debe ser erradicado.
Queremos seguir celebrando los solsticios por nosotros, quienes nos antecedieron y quienes nos sucederán en la cadena de la vida. Y en esa cadena, como nos recuerda la cadena de unión al final de cada tenida, nosotros somos un eslabón más.
He dicho.
Un maestro masón.
Enkidu.
Notas
1. (Guenon, 1977), especialmente los capítulos xxxv “las puertas solsticiales” y xxxvii “el simbolismo solsticial de jano”.
2. (Rockström, y otros, 2023).
3. (McGoey, 2019).
4. (Oreskes & Conway, 2010).
5. (Wagner & Weitzman, 2015).
6. (Condon, 2023).
7. (Oreskes, 2021).
8. (Beissinger, 2022).
Referencias
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Beissinger, M. (2022). Revolutionary City Urbanization and the Global Transformation of Rebellion. Princeton University Press.
Condon, M. (2023). Climate Services: The Business of Physical Risk. SSRN Electronic Journal. doi:10.2139/ssrn.4396826
Guenon, R. (1977). Symboles de les sciences sacrée. Gallimard.
McGoey, L. (2019). Unknowers How Strategic Ignorance Rules the World. Zed Books, Limited.
Oreskes, N. (2021). Why Trust Science? Princeton University Press.
Oreskes, N., & Conway, E. M. (2010). Merchants of Doubt. Bloomsbury.
Rockström, J., Gupta, J., Qin, D., Lade, S. J., Abrams, J. F., Andersen, L. S., . . . Zhang, X. (2023). Safe and just Earth system boundaries. Nature. doi:10.1038/s41586-023-06083-8
Wagner, G., & Weitzman, M. L. (2015). Climate Shock: The Economic Consequences of a Hotter Planet. Princeton University Press.
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